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MIGUEL DE UNAMUNO

—Eso no lo sabes tú más que yo.

—Pues, calla, mira, acaso tengas razón...

—¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?

—Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña.

—¿Es alta o baja?

—Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia!

—¿Eugenia?

—Sí, Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58.

—¿La profesora de piano?

—La misma. Pero...

—Sí, la conozco. Y ahora... ¡jaque otra vez!

—Pero...

—¡Jaque he dicho!

—Bueno...

Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.

Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:

—Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.

«¡Pero esos diminutivos—pensó Augusto, esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.