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AL MARQUÉS DE SEVIGNÉ 221

más cuidado. El exceso de su ardor no la justifica á mis ojos; el corazón es casi siempre un corcel fogoso cuya vivacidad hay que corregir. Si no empláis esas fuerzas con economía, esa vivacidad no será más que un arrebato pasajero. La misma tibieza que notáis en el amante después de esos movimientos convulsivos, la experimentaréis vosotras mismas y los dos sentiréis la necesidad de separaros. Es nece- sario más talento del que comúmente se cree para amar y ser feliz amando. Hasta el momento del fatal si 6, si vos lo queréis mejor, hasta el de la caída, una mujer no necesita artificios para conservar al amante. La curiosidad le excita, el deseo le sostiene, la esperanza le anima. Ella ha de hacer tantos es- fuerzos para retenerle como hizo él para vencerla; es preciso que el deseo de conservarle la vuelva in- geniosa; un corazón es como las grandes plazas : la adquisición es menos difícil que la conservación. Para enamorar á un hombre, son necesarios los encantos; limitaciones; el amante tendrá que pedir alguna cosa siempre y, por consecuencia, se mostrará sumiso para obtener. Las complacencias exagera- das envilecen los más seductores encantos y dis- gustan al que las obtiene. La sociedad coloca en el mismo invel á todas las mujeres; la bella y la fea, después de su caída, no se distinguen más que por el arte de conservar su autoridad; pero ¿qué ocurre generalmente? Una mujer cree que lo único que la corresponde es ser afectuosa, acariciadora, dulce, igual y fiel. Y tiene razón en cierto modo, porque esas cualidades deben constituir el fondo de su ca- rácter; pero esas mismas cualidades por muy esti- mables que sean, si no son realzadas por una pe- queña sombra de desigualdad, amortiguarán la