La madre y la hija se miraban con asombro y en silencio.
—Pero esto es terrible, mamá; una epidemia... y con tan pocos recursos....
—No te acongojes, querida hija mía: Dios no nos abandonará.
Rufina se sentó á llorar en un rincón, mientras que la pobre señora se fué á observar lo que pudiera haber, desde la puerta de la calle.
Algunos transeuntes confirmaron la noticia hablando en alta voz de casos de fiebre y caminando muy apresurados.
No había duda alguna. Estaba la fiebre amarilla en Buenos Aires.
Madre é hija se abrazaron con la mayor ternura, y cerraron la puerta y ventanas, como si de tal manera pudieran estar más seguras contra la entrada del terrible contagio.
Contaban con muy pocos recursos y se paralizaría todo trabajo para lo sucesivo.
La situación era tremenda. Y ¿qué hacer? ¿Á dónde ir?
—Ven, hija mia; no llores: nada sacaremos de disgustarnos. Nos convendrá más tener valor.
Rutina se sentó junto á su madre, y ambas se mantuvieron durante mucho tiempo. estrechamente abrazadas.
Parecían indicar en aquella tierna actitud su deseo de morir juntas, ó evitar que la epidemia arrancara á la una de los brazos de la otra.
La madre dijo al fin:
—Hay que esperarlo todo de Dios, hija mía.
Y la tomó de una mano, y ambas se arrodillaron al pie de una imagen de la Virgen, alumbrada de continuo por pequeña lámpara, y con un ramillete de