Ibarra se pasó la mano por la frente.
—Dinos al menos dónde está la fosa, debes recordarlo.
El sepulturero se sonrió.
—¡El muerto ya no está allí!-repuso tranquilamente.
—¿Qué dices?
—En su lugar enterré hace una semana á una mujer.
—¿Estás loco?-preguntó el criado.
—Hace ya muchos meses que lo desenterré. El cura grande me lo mandó, para llevarlo al cementerio de los chinos. Pero como era pesado y aquella noche llovía...
El hombre no pudo seguir; retrocedió espantado al ver la actitud de Crieóstomo, que se abalanzó sobre él, cogiéndole del brazo y sacudiéndole.
—¿Y lo hiciste?-preguntó el joven con acento indescriptible.
—No se enfade usted, señor-contestó temblando;-no le enterré entre los chinos. ¡Más vale ahogarse que estar entre chinos-dije para mí-y arrojó el muerto al agua!
Ibarra le puso los puños sobre los hombros y le miró largo tiempo con una expresión indefinible.
—¡Tú no tienes la culpa!-dijo, y salió precipitadamente pisando fosas, huesos y cruces como un loco.
El sepulturero se palpaba el brazo murmurando:
—¡Lo que dan que hacer los muertos! El padre grande me dió de bastonazos por haber dejado enterrar aquel cadáver; ahora éste por poco me rompe el brazo por haberle desenterrado...
El sol estaba ya para ocultarse; espesas nubes entoldaban el cielo hacia el Oriente; un viento