y sin duda han de ser mas crueles que los santos inquisidores; callémonos pues, miéntras vivamos entre Moros.
Con este ánimo iba; pero quedé atónito al ver en Turquía muchos mas templos cristianos que en la isla donde habia nacido, y hasta crecidas congregaciones de frayles, á quienes dexaban en paz rezar á la virgen María, y maldecir á Mahoma, unos en griego, otros en latin, y otros en armenio. ¡Qué honrada gente son los Turcos! exclamé. Los cristianos griegos y los latinos eran irreconciliables enemigos en Constantinopla, y se perseguían estos esclavos unos á otros como perros que se muerden en la calle, y que separan á palos sus amos. Entónces el gran visir protegia á los Griegos: el patriarca griego me acusó de que habia cenado con el patriarca latino, y fui condenado por el diván á cien palos en la planta de los pies, que rescaté á precio de quinientos zequíes. Al otro dia ahorcáron al gran visir; y al tercero su sucesor, que no fue ahorcado hasta de allí á un mes, me condenó á la misma multa por haber cenado con el patriarca griego: de suerte que me ví en la triste precision de no freqüentar la iglesia griega ni la latina. Por consolarme arrendé una hermosa circasiana, que era la mas cariñosa persona á solas con un hombre, y la mas devota en la mezquita. Una noche, entre los suaves gustos de amor, exclamó dándome un abrazo: Alah, Ilah, Aláh, que son las palabras sacra-