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ZADIG,

que entre los céspedes y el arrojo mediaba. Quiso ver Zadig qué era lo que escribia: arrimóse, y vió una Z, luego una A, y se maravilló: despues leyó una D, y le dió un vuelco el corazon; mas nunca fué tanto su pasmo, como quando leyó las dos postreras letras de su nombre. Permaneció inmoble un rato; rompiendo al fin el silencio, con voz mal segura, dixo: Generosa dama, perdonad á un extrangero desventurado, que á preguntar se atreve ¿por qué extraño acaso encuentro aquí el nombre de Zadig, por vuestra divina mano escrito? Al oir esta voz y estas palabras, alzó con trémula mano su velo la dama, mitó á Zadig, dió un grito de temura, de asombro y de alborozo, y rindiéndose á los diversos afectos que de consuno embatian su alma, cayó desmayada en sus brazos. Era Astarte, era la reyna de Babilonia, la misma que idolatraba Zadig, y de cuyo amor le acusaba su conciencia; aquella cuya suerte tantas lágrimas le habia costado. Estuvo un rato privado del uso de sus sentidos; y quando cluvó sus miradas en los ojos de Astarte que lentamente se abrian de nuevo entre desmayados, confusos y amorosos: ¡O potencias inmortales! exclamó, ¿me restitais á mi Astarte? ¿en qué tiempo, en qué sitio, en qué estado torno á verla? Hincóse de rodillas ante Astarte, inclinando su fiente baxo del polvo de sus pies. Alzale la reyna de Babilonia, y le sienta cabe sí en la orilla del arroyo, enxugando