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lesamiento dió lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera, y despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar, porque él traía entre ojos que un muchacho de su mismo oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.

Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo estaba otro mozo de la esportilla, que vió todo lo que había pasado y como Cortado daba el pañuelo a Rincón, y llegándose a ellos, les dijo:

—Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?

—No entendemos esa razón, señor galán—respondió Rincón.

—Que no entrevan, señores murcios?—respondió el otro.

—No somos de Teba ni de Murcia—dijo Cortado; si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios.

—No lo entienden?—dijo el mozo—. Pues yo se lo daré a entender, y a beber, con una cuchara de plata: quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son. Mas diganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?