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bien se castiga; y cuando estos bellacones nos dan, y azotan, y acocean, entonces nos adoran; si no, confiésame una verdad, por tu vida: después que te hubo Repolido castigado y brumado, no te hizo alguna caricia?

—¿Cómo una?—respondió la llorosa—. Cien mil me hizo, y diera él un dedo de la mano porque me fuera con él a su posada; y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas de los ojos después de haberme molido.

—No hay dudar en eso—replicó la Gananciosa; y lloraría de pena de ver cuál te había puesto; que estos tales hombres, y en tales casos, no han cometido la culpa cuando les viene el arrepentimiento; y tú verás, hermana, si no viene a buscarte antes que de aquí nos vamos, y a pedirte perdón de todo lo pasado, rindiéndosete como un cordero.

—En verdad—respondió Monipodio—que no ha de entrar por estas puertas el cobarde envesado si primero no hace una manifiesta penitencia del cometido delito. Las manos había él de ser osado ponerlas en el rostro de la Cariharta, ni en sus carnes, siendo persona que puede competir en limpieza y ganancia con la misma Gananciosa que está delante, que no lo puedo más encarecer?

—¡Ay!—dijo a esta sazón la Juliana. No diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel maldito; que con cuán malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón, y hanme vuelto el alma