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renísima señora, antes se han de tener por dichas que por desventuras: ya vuestra Majestad me hadado nombre de hija: sobre tal prenda, ¿ qué males podré temer, o qué bienes no podré esperar?

Con tanta gracia y donaire decía cuanto decía Isabela, que la reina se le aficionó en extremo, y mandó que se quedase en su servicio, y se la entregó a una gran señora, su camarera mayor, para que la enseñase el modo de vivir suyo.

Ricaredo, que se vió quitar la vida en quitarle a Isabela, estuvo a pique de perder el juicio; y así, temblando y con sobresalto, se fué a poner de rodillas ante la reina, a quien dijo:

—Para servir yo a vuestra Majestad no es menester incitarme con otros premios que con aqueIlos que mis padres y mis pasados han alcanzado por haber servido a sus reyes; pero pues vuestra Majestad gusta que yo la sirva con nuevos deseos y pretensiones, querría saber en qué modo y en qué ejercicio podré mostrar que cumplo con la obligación en que vuestra Majestad me pone.

—Dos navíos—respondió la reina—están para partirse en corso, de los cuales he hecho general al barón de Lansac: del uno dellos os hago a vos capitán; porque la sangre de do venís me asegura que ha de suplir la falta de vuestros años; y advertid a la merced que os hago, pues os doy ocasión en ella a que correspondiendo a quien sois, sirviendo a vuestra reina, mostréis el valor de vuestro ingenio y de vuestra persona, y alcancéis el mejor premio que a mi parecer vos mismo