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VI
AL LECTOR

fiel sea esa copia de imágenes, tanto mejor será la traducción. Es, pues, preciso representar la obra extranjera con todos sus elementos, con todos sus detalles, con todos sus defectos, sus más delicados contornos, sus más íntimas sutilidades de forma ó de pensamiento. Mejorar una obra, al tradu­cirla, es hacer una mala traducción. ¿Se concibe una obra sin los detalles? No, puesto que son los detalles los que hacen el todo.

Ahora bien; el artista da á su obra verdaderos tintes propios, detalles que sólo á él pertenecen, fisonomías que podrán ser defectos ó bellezas, pero que son de él, absolutamente de él solo. Esos rasgos inherentes á su personalidad, todo lo de íntimo y subjetivo que imprime al producto de su alma, es precisamente lo único que la obra tiene de original. El mármol, el bronce, las ideas, en fin, que han entrado en la composición de la obra de arte, pueden ser adquiridos por todo el mundo; pueden ser arrancados á la misma entraña de la tierra, y al mismo trozo, ó vibrar con igual inten­sidad en otros cerebros; pero la manera con que los agrupa el artista, son su propiedad especial, el solo sello de originalidad.

En una obra literaria, además de lo subjetivo que encarnan los tipos en sí, está lo subjetivo del ropaje con que los viste el escritor, lo subjetivo de la forma á través de la cual permite que se les vea, lo subjetivo del ritmo especial en que se