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LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE

en una mano, causada por una astilla de madera a bordo.

Su última intención era venderlo. Volviendo á su Casa, de una francachela de marineros, en la noche, más bien en la mañana del asesinato, encontró al animal en su propia alcoba, en la que había entrado violentamente, por un pequeño gabinete, en el cual, según se había creído, estaba sólidamente sujeto. Con una navaja de barba en la mano, y enteramente lleno de jabón el rostro, se había sentado frente a un espejo, y trataba de afeitarse, operación que había observado sin duda en su amo, espiándolo por la cerradura del gabinete en que estaba prisionero.

Aterrado a la vista de un arma tan peligrosa en la posesión de animal tan feroz y tan capaz de servirse de ella, no había sabido qué hacer en los primeros momentos. Le había reducido siempre, hasta en sus más salvajes cóleras, por medio de un látigo, y acudió á él. Al ver el látigo, el Orangután, se arrojó de un salto á la puerta de la pieza, bajó las escaleras, y por una ventana, infortunadamente abierta, ganó la calle.

El francés lo siguió con desesperación. El mono, todavia con la navaja en la mano, se paraba de cuando en cuando, para mirar para atrás y gesticular á su perseguidor, hasta que era casi alcanzado. Entonces volvía a disparar. De esta manera continuó la caza, algún tiempo. Al pasar por una alameda, tras de la calle Morgue, la atención del fugitivo fué atraida por una luz que brillaba en la ventana de la habitación de la señora L'Espanaye, en el cuarto piso de su casa. Arrojándose sobre el edificio, percibió la cadena del pararrayos, trepo por ello con inconcebible agilidad,