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EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS

en algón modo, coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso á nuestro antiguo conocido, Monsieur G***, el Prefecto de la Policia parisiense.

Le dimos una sincera bienvenida, porque habla en aquel hombre casi tanto de entretenido como de des­preciablo, y hacia varios años que no le veíamos. Está­bamos á oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió á sentarse sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había ido á consultarnos, ó más bien á pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto oficial que había oca­sionado una exti-aordinaria agitación.

— Si se trata de algo que requiere reflexión, observó Dupin, absteniéndose de dar fuego á la mecha, lo exa­minaremos mejor en la oscuridad.

— Esa es otra de sus singulares nociones, dijo el Prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular» á todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, entre una absoluta legión de «sin­gularidades».

— Es muy cierto, respondió Dupin, alcanzando á su visitante una pipa de fumar, y haciendo rodar hacia él un confortable sillón.

— ¿Y cual es la dificultad ahora? pregunté. No se relaciona ya con asesiatos, espero.

— ¡Oh! no, nada de esa naturaleza. El asunto es muy simple, á la verdad, y no tengo duda que podre­mos manejarlo suficientemente bien nosotros mismos; pero he pensado que á Dupin le gustaría oir los detalles del hecho, porque es tan excesivamente singular!...