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EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS

— No del todo un loco, dijo G***; pero por consi­guiente es un poeta, lo que tomo únicamente como una escapada de ser loco.

— Cierto, dijo Dupin después de una larga y reposada aspiración de humo en su pipa, aunque yo mismo sea culpable de ciertas versas.

— Supongamos, dije, que Vd. detalla las particula­ridades de su investigación.

— Los hechos son éstos: tomábamos nuestro, tiempo y buscábamos por todas partes. He tenido larga expe­riencia en estos negocios. Tomé todo el edificio, cuarto por cuarto, consagrando las noches de toda una semana para cada uno. Examinábamos primero el mobiliario de cada habitación. Abríamos todos los cajones posibles; y supongo que Vd. sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles los cajones secretos. Cual­quiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón secreto, es un bobo. La cosa así, es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que contar en una pieza. En este caso, tenemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de una línea no puede escapársenos. Después del gabinete, tomamos las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas y largas agujas que Vds. me han visto emplear. De las mesas, removemos las tablas supe­riores.

— ¿Por qué?

— Algunas veces la tabla de una mesa, ú otra pieza de mobiliario similarmente arreglada, es levantada por la persona que desea ocultar un objeto; entonces la pata es escavada, el objeto depositado dentro de su cavi­dad, y la tabla vuelta á colocar. Los extremos de los