dose unos á otros, como sucede á veces, por la noche, en una bandada de perros. Sucede también de cuando en cuando que este concierto de aullidos es seguido de un esfuerzo simultáneo de todos para evadirse; en este caso hay naturalmente motivo para sentir inquietud.
— ¿Y cuántos tienen Vds. ahora encerrados?
— Por el momento no tenemos más de 10.
— Principalmente mujeres, supongo.
— No por cierto. Todos hombres y verdaderos jayanes, á fe mia.
— ¿De veras? ya había oído siempre decir que la mayor parte de los locos pertenecen al sexo débil.
— Generalmente es así; pero no siempre. Hace algún tiempo teníamos aquí veinte y siete enfermos, y de ellos había por lo menos diez y ocho mujeres; pero desde hace poco las cosas han cambiado, como Vd. ve.
— Sí... han cambiado mucho, como Vd. ve..., añadió el señor que habia roto con sus coces las tibias de la señorita Laplace.
— Sí... han cambiado mucho, como Vd. ve, añadió á coro toda la concurrencia.
— ¡Cállense todos Vds.! tengan la lengua! ¿me entienden? gritó mi anfitrión en un acceso de cólera.
Después toda la asamblea observó durante un minuto un silencio sepulcral. Hasta hubo una dama que obedeció puntualmente á la letra la orden de M. Maillard, es decir, que sacando su lengua, por cierto excesivamente larga, la cogió con sus dos manos y la tuvo asi con mucha resignación hasta el fin del festín.
— Y esa señora — dije á M. Maillard inclinándome hacia él y hablándole en voz baja—esa excelente se-