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EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA

ñora que hablaba hace poco y que nos lanzaba su coquericó, supongo que será inofensiva, ¿no es verdad?

— ¡Inofensiva! — exclamó con sorpresa no fingida;

— ¿cómo? ¿qué quiere Vd. decir?

— Que no está más que ligeramente tocada, contesté, tocándome en la frente. Supongo que su afección no es peligrosa, ¿eh?

— ¡Cómo! ¿Qué se figura Vd.? Esta dama, mi buena y particular amiga la señora Joyeuse tiene su inteligencia tan sana como yo mismo. Tiene sus pequeñas excentricidades, pero ya sabe Vd. que todas las señoras de edad son más ó menos excéntricas.

— ¡Sin duda! dije —¡sin duda!— ¿Y las demás damas y caballeros aquí presentes?...

— Todos son mis amigos y guardianes,—interrumpió M. Maillard, irguiéndose con altivez,— mis excelentes auxiliares.

— ¡Cómo! ¿todos ellos? — pregunté — ¿y las mujeres también sin excepción?

— Seguramente,— me contestó.— No podríamos hacer nada sin las mujeres; son los mejores enfermeros del mundo para los locos; tienen unas maneras, que Vd. no puede imaginar, y sus ojos producen efectos maravillosos, algo como la fascinación de la serpiente.

— ¡Ciertamente! — dije,— ¡ciertamente!—Se conducen de una manera un poco rara, ¿no és verdad? ¿no le parece á Vd.? Tienen algo de original, ¿no lo cree Vd. así?

— ¡Raro! ¡original!... ¡Cómo! ¿lo piensa Vd. como lo dice? Á decir verdad no somos hipócritas en el Mediodía; hacemos lo que nos parece bien y goza-