mos de la vida.—Así es que todas esas costumbres... ¿me comprende Vd.?...
— Perfectamente, dije, perfectamente.
— Por otra parte este clos-vougeot se sube algo á la cabeza, y calienta un poco los cascos ¿no es verdad?
— Ciertamente — dije — ciertamente. Entre paréntesis, caballero,, no mé ha dicho Vd. que el nuevo sistema adoptado por Vd. era rigurosamente severo?
— De ninguna manera. La reclusión es necesariamente rigurosa, pero el tratamiento — es decir el tratamiento médico — es agradable para el enfermo.
— Y el nuevo sistema es de la invención đe Vd.
— En absoluto no. Algunas partes del sistema deben atribuirse al profesor Brea, de quien de seguro habrá Vd. oído hablar; y hay en mí plan modificaciones cuya gloria corresponde al célebre Pluma, á quien si no me engaño, conoce Vd. íntimamente.
— Me avergüenzo de confesar, repliqué, que es la primera vez que oigo pronunciar los nombres de ambos señores.
— ¡Bondad divina! — exclamó mi huésped retirando bruscamente su silla y alzando sus manos al cielo — Creo que le he comprendido á Vd, mal. ¡Cómo! ¿Dice Vd. que no ha oido nombrar jamás al erudito doctor Brea y al famoso profesor Pluma?
— Me veo obligado á confesar mi ignorancia—respondi, — pero ante todo debe respetarse la verdad. Sin embargo me siento humillado de no conocer las obras de estos dos hombres, sin duda alguna extraordinarios. Voy á ocuparme en buscar sus escritos y los leeré con especial cuidado. Señor Maillard,— debo confe-