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EL POZO Y EL PÉNDULO

se detenía en gruesas gotas sobre mi frente. La agonía de la incertidumbre se volvió intolerable, y avancé con precaución, extendiendo los brazos y dilatando mis ojos fuera de sus órbitas, en la esperanza de sorprender algún débil rayo de luz. Di muchos pasos, pero todo estaba negro y vacío. Respiré más libremente. En fin, me pareció evidente que el más horroroso de los destinos no era el que se me había reservado.

Y entonces, mientras que continuaba avanzando con precauciones, mil vagos rumores que corrían sobre los horrores de Toledo, vinieron á apretarse confusamente en mi memoria. Se narraban sobre aquellos calabozos extrañas cosas (yo las había considerado siempre como fábulas); pero sin embargo, eran tan extrañas y tan aterrantes, que no se las podía repetir sino en voz baja. ¿Debía morir de hambre en aquel mundo subterráneo de tinieblas, ó qué destino más horrible todavía me esperaba? Que el resultado fuera la muerte, y una muerte de una amargura escogida, yo conocía muy bien el carácter de mis jueces para dudar de ello; el modo y la hora eran todo lo que me ocupaba y me atormentaba.

Mis manos extendidas encontraron después de algunos instantes un obstáculo sólido; era un muro que parecía construido con piedras, muy liso, húmedo y frío. Lo seguí de cerca, caminando con la cuidadosa desconfianza que me habian inspirado ciertas antiguas historias. Esta operación, no me daba ningún medio de conocer la dimensión de mi calabozo, pues podía recorrerlo y volver al punto de donde había salido sin apercibirme de ello; tan perfectamente uniforme parecía el muro. Es por eso que busqué el cuchillo que tenia en mi bolsillo, cuando se me había conducido al Tribunal; pero