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EDGAR POE

tamente que su discreción se parecía al menosprecio á libertar su alma en la calle más negra que pudo encontrar [1]—¡qué disgustantes homilias! — ¡qué asesinato refinado! Un diarista célebre á quien Jesús no enseñará jamás las maneras generosas, encontró la aventura bastante jovial para celebrarla en un equívoco. — Entre la enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX recomienda tan á menudo y tan complacientemente, dos bastante importantes han sido olvidados, que son el derecho de contradecirse y el de irse. Pues la Sociedad mira al que se va como á un insolente; castigaría con gusto á ciertos despojos fúnebres, como ese infeliz soldado, atacado de vampirismo, á quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el furor. — Y no obstante se puede decir, que bajo la presión de ciertas circunstancias, después de un serio examen de ciertos incompatibilidades, con firmes creencias en ciertas dogmas y metempsicosis — se puede decir, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es algunas veces la acción más razonable de la vida [2]. — Y así se forma una compañía de fantasmas ya numerosa, que nos visita familiarmente, y cuyos miembros vienen á alabarnos su reposo actual y trasmitirnos sus persuasiones.

Confesemos sin embargo que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería menester desesperar y la plaza no se podría sostener. Mr. Willis, como lo he dicho, habló honestamente y hasta con emoción de las buenas rela-

  1. Gerardo de Nerval, que se ahorcó. (N. del T.)
  2. Baudelaire murió loco, á causa del abuso del haschish. (N. del T.)