dado la orden formal de no moverse de casa. Bastaba esta orden, para que todos desde el primero hasta el último se marchasen, tan pronto como yo hubiese vuelto la cabeza.
Tomé dos candeleros en el espejo, dí uno á Fortunato y le guié con la mayor complacencia á través de una fila de habitaciones, hasta el vestíbulo que conducía á las cuevas. Bajé delante de él una grande y tortuosa escalera, volviéndome y recomendándole que tuviese mucho cuidado. Llegamos, al fin, á los últimos peldaños, y nos hallamos juntos sobre el húmedo pavimento de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vaciiante, y los cascabeles de su sombrero saneaban á cada paso.
— ¿Dónde está la pipa de amontillado, dijo?
— Está más lejos, — contesté; — pero observe Vd. este blanco encaje que brilla en las paredes de la cueva.
Volvióse, hacia mi y me miró con dos globos vidriosos que destilaban las lágrimas de la borrachera.
— ¿El nitro? preguntó al fin.
— El nitro, — repliqué. — ¿Cuánto tiempo hace que cogió Vd. esa tos?
En esto empezó á toser mi pobre amigo y le fué imposible responderme hasta pasados algunos minutos.
— ¡No es nada! dijo al fin.
— Venga Vd. — elije con firmeza, vámonos de aquí; su salud de Vd. es preciosa para mí. Vd. es rico, respetado, admirado y amado; Vd. es feliz como yo lo fuí en otro tiempo; Vd. es hombre que dejaría un vacío. En cuanto a mí no es lo mismo. Vámonos; va Vd. á ponerse enfermo. Por otra parte ahí está Lucchesi...