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EDGAR POE, — NOVELAS Y CUENTOS

— la vuelve á empezar. Cuando llegue al Hipódromo, recibirá la corona poética como proparacíón para su victoria en los próximos Juegos Olímpicos.

— Pero, buen Júpiter, ¿qué ocurre en la multitud detrás de nosotros?

— ¿Detrás de nosotros, dice Vd.? ¡Oh! ya com­prendo. Amigo mío, me alegro de que haya Vd. hablado á tiempo. Pongámonos en lugar seguro lo más pronto posible. ¡Aqui! Refugiémonos bajo los arcos de este acueducto, y le explicaré el origen de esta agi­tación. Como me presumía, esto acaba mal. El singu­lar aspecto de este camaleopardo con su cabeza de hombre, debe haber chocado con las ideas de lógica y de armonia aceptadas por los animales salvajes domes­ticados en la ciudad. De aquí ha resultado un motín, y, como sucede siempre en tales casos, todos los esfuer­zos humanos serán impotentes para reprimir el movi­miento. Algunos sirios han sido ya devorados; pero los patriotas de cuatro patas parecen unánimemente decididos á comerse el camaleopardo. El Príncipe de los Poetas se ha enderezado sobre sus patas traseras, porque se trata de su vida. Sus cortesanos han aban­donado el campo, y sus concubinas han seguido tan excelente ejemplo. ¡Delicias del Universo, en mal paso te encuentras! ¡Gloria del Oriente, estás en peli­gro de ser comido! Por consiguiente, no mires tan lastimosamente tu cola; se arrastrará por el lodo, no hay remedio. ¡No mires, pues, atrás, ni te ocupes de su inevitable deshonra; sino anímate, pon en juego vigo­rosamente las piernas, y escapa hacia el hipódromo! ¡Acuérdate de que eres Antioco Epifanes, Antíoco el Ilustre! y también ¡el Príncipe de los Poetas, las Deli-