En una mesa cerca de mí, ardía una lámpara y podia verse una pequeíla caja. No era de un carácter notable ni extraño; y yo la había visto muchas veces, porque pertenecia al médico de la familia; pero, ¿cómo estaba allí, sobre mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Estas cosas no eran como para preocuparse, y mis ojos, al último, quedaron fijos en las páginas de un libro, sobre una sentencia subrayada. Eran las singulares, aunque simples palabras del poeta Ebn Zaiat: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicæ visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, entonces, al leerlas, los cabellos se me erizaron y la sangre se heló en mis venas?
Golpearon ligeramente á la puerta de la biblíoteca, y pálido como un huésped de la tumba, un criado entró en puntillas. Sus miradas revelaban extravío y terror, y me habló con una voz trémula, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí algunas frases cortadas. Habló de un extraño grito que había interrumpido el silencio de la noche, de la reunión inmediata de los vecinos, de un registro hecho en la dirección del grito; y su voz se hizo aguda y distinta cuando me murmuró de un sepulcro violado, de un cuerpo desfigurado, todavía respirante, palpitando todavía, ¡todavía viva!
Señaló mis vestidos; estaban manchados con sangre coagulada. Yo no hablaba, y él me tomó suavemente la mano; en ella había impresiones de uñas humanas. Llamó mí atención hacia un objeto que estaba apoyado en la pared; era una azada. Arrojando un grito salté sobre la mesa, y así la caja de que he hablado. Pero no pude abrirla; y en mi temblor, se deslizó de mis manos y cayó pesadamente, y se hizo trizas; y entonces se