derivaba yo, de muchas existencias del mundo material, un sentimiento idéntico al que me producia la contemplacion de sus grandes y luminosos ojos. Sin embargo, no podia absolutamente definir ese sentimiento, o analizarlo, ni siquiera considerarlo con alguna firmeza. La reconocía, dejadme repetirlo, algunas veces, en el examen de una niña que crecia rápidamente; en la contemplacion de un gusano, una mariposa, una crisálida, una corriente de agua impelilosa. La he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. La he sentido en las miradas de la gente extraordinariamente anciana. Y hay una o dos estrellas en el cielo (una sobre todo, una estrella de sexta magnitud, mudable y cambiante, que se puede encontrar cerca de la gran estrella en la constelacion de la Lira), que al mirarlas con un telescopio me han producido ese mismo sentimiento. Me he llenado de él, con ciertos sonidos de templados instrumentos, y no poco frecuentemente con pasajes de algunos libros. Entre otros ejemplos innumerables, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill, que (quizá es simplemente por su originalidad ¿quién puede decirlo?) nunca dejó de inspirarme el mismo sentimiento: « Y la voluntad que allí se encuentra no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad con su vigor? Porque Dios no es más que una gran voluntad, que penetra todas las cosas por la naturaleza de su intensidad. El hombre no cede á los angeles y á la muerte, salvo únicamente por la debilidad de su volicion.»
Muchos años y subsecuentes reflexiones me han permitido trazar, á la verdad, cierta remota conexion entre el pasaje del moralista inglés y una parte del