era gigantesco, sorprendente; sin embargo, conocía bien su infinita supremacia para resignarme, con una confianza de niño, á su guía, a través del caótico mundo de la investigación metafísica, en la cual estaba constantemente ocupado en los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué triunfo, con qué vívida delicia, con cuánto de todo lo que es etéreo en esperanza, sentía cuando desplegaba delante de mi, en estudios poco buscados pero menos conocidos, esa deliciosa vista que se ensanchaba por lentos grados, y bajo cuyo largo, espléndido y virgen sendero, podia, al último, llegar progresivamente a la meta de una sabiduría demasiado divina y preciosa para no estarme prohibida!
¡Cuán punzante, pues, debe haber sido la pena con que, después de algunos años, contemplé mis bien fundadas esperanzas, echar alas y volar de repente! Sin Ligeia, yo no era más que un niño tanteando en la oscuridad. Su presencia, sólo sus lecturas, hacían vividamente luminosos los grandes misterios del trascendentalismo en que me hallaba sumergido. Faltando el radiante esplendor de sus ojos, las letras, ligeras y doradas, se hacían más oscuras que el metal saturniano. ¡Ah! y aquellos ojos brillaban menos, y menos frecuentemente sobre las páginas de mis libros. Ligeia se enfermaba. Los extraños ojos ardian con un muy glorioso fulgor; y los pálidos dedos se ponían del transparente color de la cera, de los cadáveres, y las azules venas de la elevada frente se hinchaban y deprimian con la marca de la más suave emoción. Vi que debía morir, y luché desesperadamente en espíritu con el horrible Azrael. Y las luchas de mi enamorada esposa