imaginación, ó quizá en la fantasmagórica influencia del cuarto mismo. Se encontró, al último, convaleciente, y después sano. Sin embargo, no había pasado más que un breve período, cuando un segundo y más violento ataque la llevó de nuevo al lecho del dolor; y de este ataquo, su constitución, ya débil por sí, no se recobró jamás. Su enfermedad era, después de esa época, de carácter alarmante, y de más alarmante recidiva, desafiando á la vez el conocimiento y los grandes esfuerzos de sus médicos. Con el acrecentamiento del trastorno crónico, que había aparentemente echado demasiadas raíces en su naturalcza para ser arrancadas por medios humanos, no dejé de observar un igual acrecentamiento en la nerviosa irritación de su temperamento, y en su excitabilidad por triviales causas de miedo. Habló de nuevo, y más frecuente y pertinazmente, de los sonidos, de los débiles sonidos, y de los inhabituales movimientos entre la tapicería, á los cuales había aludido la otra vez.
Una noche, hacia el fin de Setiembre, ocupó mi atención, con más energia que de costumbre, hablando sobre ese penoso tema. Acababa de despertarse de un sueño inquieto, y yo había estado acechando, con un sentimiento mezclado de ansiedad y vago terror, las agitaciones de su enflaquecido rostro. Me senté al lado de su lecho de ébano, sobre una de las otomanas. Se despertaba por momentos, y hablaba, con un ansioso y débil murmullo, de sonidos que ella oía, pero que yo no podia oir; de movimientos que veía, pero que yo no podía percibir.
El viento circulaba rápidamente detrás de las tapicerías, y yo deseaba demostrarle (cosa que, permitidme