mas largo, que el oido, los ojos, el pescuezo y el corazon del poeta, del buen Pedro Gringoire que no habia podido resistir poco ántes á la tentacion de decir su nombre á dos buenas mozas. Retiróse algunos pasos de ellas, detras de su pilar, y desde alli, escuchaba miraba saboreaba. Los lisonjeros aplausos que habia acogido los primeros versos de su prólogo, resonaban aun en sus entrañas, y el dichoso poeta se hallaba completamente empapado en aquella especie de extática contemplacion conque ve un autor caer una á una sus ideas de la boca del actor en el silencio de un basto auditorio. ¡Digno Pedro Gringoire!
Mucho sentimos decirlo; pero pronto se vió turbado en las delicias de aquel éxtasis primero. Apénas habia llegado Gringoire sus lábios á aquella copa sublime de alegria y de triunfo, cuando vino á acibararla una gota de hiel.
Un mendigo desarropado que no podia sin duda pordiosear á su placer, confundido como se hallaba en medio de la muchedumbre, y que no habia hallado sin duda suficiente indemnizacion en los bolsillos de sus vecinos, imaginó el ingenioso espediente de encaramarse en algun punto visible para atraer las miradas y las limosnas. Empinóse, pues, durante los
primeros versos del prólogo con ayuda de los pilares del tablado de preferencia hasta la cornisa que ceñia su balaustrada su parte inferior, donde se sentó, solicitando la atencion y la caridad con sus harapos y una llaga asquerosa que cubria su brazo derecho. Justo será decir en honor de la verdad que el miserable no proferia una palabra.
Él silencio que guardaba dejó que prosiguiera sin obstáculo el prólogo, y es de creer que ningun desórden notable hubiera sobrevenido, á no dar fatal casualidad de que el estudiante Joannes de Molendino no divisase al inmundo mendigo desde lo alto de su pilar. Una irresistible gana de reirse apoderó de aquel travieso diablillo, el cual, sin curarse de interrumpir el espectáculo y de turbar el silencio universal exclamó:
— ¡Calla! ¡aquel zarrapastroso que pido limosna!
Quien quiera que haya echado una piedra en un charco de ranas o disparado un tiro en medio de una bandada de palomas podrá formarse una idea del efecto que produjeron aquellas palabras incongruentes en medio de la atencion general. Extremecióse Gringoire como sacudido por un choque eléctrico: suspendióse el prólogo, y todas las cabezas se volvieron tumultuosamente hácia el mendigo que, lejos de turbarse vió en aquel incidente una buena ocasion de hacer su agosto, y empezó á decir con voz doliente y medio cerrando los ojos:—¡Una limosnita por amor de Dios!.
— ¡Tate!—repuso Joannes por mi vida que ese es Clopin Troullefou. ¡Ola! ¡éh! —compadre, parece que te molestaba esa llaga en la pierna y te la has pasado al brazo.