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Biblioteca de Gaspar y Roig.

— ¿Vuestro nombre?—preguntó el hugier.

— Santiago Coppenole.

— ¡Vuestros títulos!

— Calcetero, con el rótulo de las Tres Cadenillas, en Gante.

Retrocedió el hugier: anunciar regidores y burgomaestres, vaya con Dios; ¡pero un calcetero! El cardenal estaba sobre ascuas: el pueblo escuchaba y miraba. Buen fruto sacaba su eminencia de haber estado dos dias enteros lamiendo á aquellos osos flamencos para ponerlos en estado de poderse presentar en público con algun decoro.

Acercóse Guillermo Rym al hugier con su risita melosa:

— Anunciad á maese Santiago Coppenole, regidor de la ciudad de Gante, le dijo al oido.

— Hugier, repitió el cardenal en alta voz, anunciad á maese Santiago Coppenole, regidor de la ilustre ciudad de Gante.

Esto fue una torpeza: Guillermo Rym solo hubiera escamotado la dificultad; pero Coppenole oyó al Cardenal.

—No, ¡Cruz de Dios!—exclamó con su voz de trueno: Santiago Coppenole, calcetero.—¿Lo oyes, hugier? ni mas ni menos. ¡Cruz de Dios! Calcetero, ¡no es poco! El Sr. archiduque ha buscado mas de una vez sus guantes en mis calzas.

Un estruendo de risas y aplausos recibió estas palabras: un equívoco se entiende siempre en Paris, y por consiguiente siempre se aplaude.

Añádase á esto que Coppenole era de la clase del pueblo, y que el público que le rodeaba lo era tambien; por lo tanto la comunicacion entre ellos fue rápida, eléctrica, y por decirlo asi, inmediata. La altanera salida del calcetero flamenco, humillando á los cortesanos, agitó en todas las almas plebeyas no sé que sentimiento de dignidad vago y confuso todavia en el siglo XV. ¡Era un igual, un compañero, el que acababa de tenérselas tiesas al Sr. Cardenal! Reflexion placentera para unos pobres diablos acostumbrados á respetar y obedecer á los lacayos de los maceros del alcaide del abad de Santa Genoveva, caudatario del Cardenal.

Saludó Coppenole con altivez á su eminencia que devolvió su saludo al omnipotente plebeyo temido de Luis XI; y mientras Guillermo Rym, hombre discreto y mal cioso, como dice Felipe de Comiens, los seguia con burlona sonrisa de superioridad, cada cual ocupó su asiento, el cardenal turbado é inquieto, Coppenole sereno é impávido, pensando sin duda en que al fin y al cabo su titulo de calcetero valia tanto como cualquiera otro, y que Maria de Borgoña, madre de aquella Margarita á quien casaba aquel dia Coppenole, ménos le hubiera temido siendo cardenal que calcetero, porque mal hubiera podido un cardenal amotinar al pueblo de Gante contra los favoritos de la hija de Cárlos el Temerario; mal hubiera podido fortificar á la muchedumbre con una sola palabra contra sus lágrimas y sus ruegos, cuando la princesa de Flándes fué á suplicar por ellos á su pueblo hasta el pié del cadalso; mientras que él, calcetero, no habia tenido que hacer mas que levantar su brazo cubierto de cuero para derribar vuestras dos cabezas, ilustrísimos señores, Guy de Hymberconrt, canciller Guillermo Hugonet!!...

No se habian acabado, sin embargo, todos los sinsabores para el pobre Cardenal; tenia aun el desdichado que apurar hasta las heces el cáliz de verse en tan mala sociedad.

Acaso no ha olvidado el lector al insolente mendigo que desde los primeros versos del prólogo fué á encaramarse á la cornisa inferior de la estrada del Cardenal. La llegada de los ilustres convidados no le hizo en manera alguna soltar su sitio, y mientras que prelados y embajadores se embanastaban, como verdaderos arenques flamencos, en los asientos de la tribuna, púsose él á sus anchas, y cruzó valerosamente ambas piernas sobre el arquitrave: insolencia rara, y en que nadie hizo alto en los primeros momentos, por estar dirigida la atencion á otro punto. El por su parte de nadie hacia caso, movia la cabeza con una indiferencia napolitana, repitiendo de vez en cuando entre el rumor como por una costumbre maquinal:—«¡Una limosnita por amor de Dios!»—Es bien seguro que entre todos los circunstantes, era el único que no se habia dignado volver la cabeza al altercado de Coppenole y del hugier. Quiso pues la casualidad que el calcetero de Gante, con quien ya simpatizaba tanto el pueblo, y en quien estaban fijas todas las miradas, fuese á sentarse precisamente en la primera fila de la estrada encima del mendigo: y no sin notable admiracion, vieron al embajador flamenco, prévia inspeccion sumaria del hediondo individuo que tenia delante, poner la mano familiarmente sobre aquella espalda cubierla de guiñapos. Volvióse el mendigo: hubo sorpresa, reconocimiento, expansion de las dos caras, etc., etc.; y luego sin curarse en lo mas mínimo de los espectadores, el calcetero y el zarrapastroso pusiéronse a hablar en voz baja, dados amistosamente de la mano, mientras los andrajos de Clopin Trouillefou, ostentándose sobre el dorado paño de la estrada, presentaban la imágen de una oruga paseándose sobre una naranja.

La novedad de aquella escena singular excitó un rumor tal de locura y jovialidad en la sala, que no tardó el Cardenal en advertirlo. Tendió la vista á todos lados, y no pudiendo desde el punto en que estaba colocado mas que entrever muy imperfectamente la ignominiosa vestimenta de Trouillefou, imaginóse, como era lo mas natural, que el mendigo pedia limosna, y asombrado de la audacia, exclamó:

— Señor alcaide de palacio, á ver como vaá parar ese bellaco al rio.

— ¡Cruz de Dios! señor Cardenal,—dijo Coppenole—sin soltar la mano de Clopin; este es mi amigo.

— ¡Noel! ¡Noel! gritó la plebe. Desde aquel momento tuvo maese Coppenole en lo sucesivo en Paris, como en Gante gran crédito con el pueblo: porque gentes de tal calaña le tienen, dice Felipe de Comiens, cuando son asi desordenados.

El Cardenal se mordió los labios, acercóse al oído del abad de Sta. Genoveva, y dijole en voz baja:

— Vaya unos embajadores que nos envia el Sr. duque de Austria para anunciarnos á la princesa Margarita.

— Vuestra eminencia,—respondió el abad,—pierde su tiempo con estos lechones flamencos. Margaritas ante porcos.

— O por mejor decir, respondió con discreia sonrisa el Cardenal, porcos ante Margaritam.

Toda la pequeña corte de sotanas se extasió sobre el gracioso equivoco. Sintióse el Cardenal algo aliviado; ya estaba, como suele decirse, pata con Coppenole; tambien él habia tenido su retruécano aplaudido.

Permítannos ahora aquellos de nuestros lectores capaces, como se dice en el estilo del dia, de generalizar una imágen y una idea, permítannos que les preguntemos si se representan con exactitud el espectáculo que ofrecia en el momento que llamamos su atencion, el vasto paralelógramo de la sala grande de palacio. En medio de ella, contiguo á la pared occidental, un ancho y magnifico tablado cubierto de brocado de oro, en que van entrando en procesion, por una pequeña puerta ojiva, muy graves personajes, sucesivamente anunciados por la destemplada voz del hugier; en los primeros bancos varias respetables figuras encaperuzadas de armiño, terciopelo y grana. Alrededor del tablado, que permanece silencioso y digno, debajo, en frente, por todas partes, mucho gentio y mucho clamor. Mil miradas del pueblo sobre cada cara del tablado, mil cuchicheos sobre cada nombre.