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Nuestra Señora de Paris.

No hay duda que el espectáculo es curioso, y que bien merece la atencion de los espectadores. Pero allá á lo lejos, en aquella punta, ¿Qué quiere decir aquella especie de teatro con aquellos cuatro muñecos pmtoreados encima y otros cuatro debajo? ¿Quien es, al lado de aquel teatro aquel hombre de la ropilla negra y de la macilenta cara?—Aquellos, querido lector, Son, ¡ay! Pedro Gringoire y su prólogo.

Todos le habiamos olvidado profundamente.

Y eso es precisamente lo que él temía.

Desde el momento en que entró el Cardenal no habia cesado Gringoire de trabajar por la salvacion de su prólogo. Empezó por intimar á los actores que continuasen y alzasen la voz; mas viendo luego que nadie escuchaba, mandó suspender la representacion, y durante mas de un cuarto de hora que duraba la interrupcion, no cesó de dar patadas en el suelo, agitarse de aqui para allá, interpelar á Gisquette y á Lienarda y estimular á sus vecinos para la continuacion del prólogo; todo inútilmente. Nadie apartaba los ojos del Cardenal, de la embajada y del tablado, único centro de aquel vasto circulo de rayos visuales. Es de creer tambien y con harto dolor lo decimos, que el prólogo empezaba á aburrir medianamente al auditorio en el momento en que le interrumpió tan de súbito la entrada de su eminencia. Es el caso que en la estrada y en la mesa de mármol, el espectáculo era siempre el mismo; el conflicto de Trabajo y de Clero, de Nobleza y de Mercaderia; por lo que muchos preferia verlos lisa y llanamente viviendo, respirando, moviéndose, de hueso y carne en aquella embajada flamenca, en aquella corte episcopal bajo la sotana del Cardenal, bajo la chaqueta del Coppenole, que llenos de afeites y guirindolas, hablando en verso y encajonados, por decirlo asi, en las túnicas blancas y amarillas con que los habia rebozado la musa de Gringoire.

Pero apénas nuestro poeta vió algun tanto restablecido el sosiego, imaginó una estratagema realmente muy ingeniosa.

— Caballero,—dijo volviéndose al que tenia inmediato, hombre guapo y gordo, de cara paciente y sufrida—¿si volvieran á empezar?

— ¿Qué?—dijo el otro.

— ¿Qué ha de ser? el misterio—dijo Gringoire.

— Como gusteis —repuso el gordo.

Bastóle á Gringoire esta semi-aprobacion, y haciendo sus negocios por si mismos, empezó á gritar confundiéndose lo mas posible con la multitud:—¡Vuelva á empezar el misterio! ¡El misterio!

— ¡Diantre!—dijo Joannes de Molendino,—¿qué gritan por ahí abajo?— (porque Gringoire alborataba por cuatro). ¡Hé!—¡vosotros! ¿no se ha acabado ya el misterio? ¿quieren volverlo á empezar? eso no es justo.

— ¡No! ¡no! gritaron todos los estudiantes; ¡fuera el misterio! ¡fuera!

Estos clamores llamaron la atencion del Cardenal.

— Señor alcaide del palacio,—dijo á un hombre alto, vestido de negro, colocado á algunos pasos detras de él,—¿estan esos canallas en una pila de agua bendita para meter esa bulla infernal?

Era el alcaide del palacio una especie de magistrado anfibío, un murciélago del órden judicial entre raton y pájaro, entre juez y soldado.

Acercóse este á su eminencia y no sin grave temor de su enojo, explicóle tartamudeando la incongruencia popular; que las doce habian llegado antes que su eminencia y que los cómicos se habian visto precisados ó empezar sin esperar á su eminencia.

El Cardenal se echó á reir.

— A fe mia, que el señor rector de la universidad hubiera debido hacer otro tanto, ¿qué os parece, maese Guillermo Rym?

—Monseñor,—respondió Guillermo Rym,—contentémonos con haber evitádo la mitad de la comedia: eso nos hallamos.

— ¿Pueden esos canallas continuar su farsa?—preguntó el alcaide.

— Que continuen, que continuen,—dijo el Cardenal;— entre tanto yo voy á leer mi breviario.

Adelantóse el alcaide hasta el pié del tablado, y dijo despues de imponer silencio con la mano.

— Habitantes, plebeyos y vecinos, para satisfacer á los que quieren que se vuelva á empezar y á los que quieren que se acabe, manda su eminencia que se continue.

Fue preciso resignarse por ambas partes; sin embargo, el autor y el público se la tuvieron guardada por mucho tiempo al Cardenal.

Entablaron pues de nuevo su glosa los personajes de la escena, y Gringoire esperó que á lo mónos el resto de su obra seria escuchado; mas no tardó en ver desvanecida esta esperanza, bien asi como todas sus ilusiones. Verdad es que se restableció el silencio tal cualmente en el auditorio; pero no advirtió Gringoire que, en el momento en que dió órden el cardenal para que se continuara, faltaba aun mucho para que estuviese llena la tarima, y que despues de los enviados flamencos, sobrevínieron nuevos personajes que hacian parte tambien de la comitiva, cuyos nombres y cualidades, lanzados al traves de su diálogo por la voz intermitente del hugier, producian en él considerable trastorno. Imaginese en efecto el lector en medio de un drama el ahullido de un hugier interpolando entre dos versos pareados y á veces entre dos hemistiquios, paréntesis de este jaez.

¡Maese Jaime Charmolne, procurador del rey en el tribunal eclesiástico!

¡Juan de Harlay, caballerizo, guardia del oficio de caballero de las patrullas nocturnas de la ciudad de Paris!

¡Maese Galiot de Genoilhac, caballero, señor de Brusac, maestre de la artillería del rey!

¡Maese Dreux Ragnier, inspector de los bosques y lagunas del rey nuestro señor, en los paises de Francia, Champaña y Brie!

¡El Sr. Luis de Graville, caballero, consejero y gentil-hombre del rey, almirante de Francia, conserge del bosque de Vincennes!

¡Maese Dionisio Le Mercier, intendente del asilo de ciego de Paris! etc., etc.

No habia ya paciencia para tanto.

Aquel singular acompañamiento, que hacia fuese muy difícil de seguir el hilo de la pieza, indignaba tanto mas á Gringoire, cuanto no podia ménos de conocer que el interes iba siempre en aumento, y que solo faltaba á su obra oidos que la escucháran. Dificil era en verdad imaginarse un contexto mas ingenioso y dramático. Los cuatro personajes del prólogo se lamentaban en su mortal irresolucion, cuando se les presente Vénus en persona (vera incesu patuit dea) vestida de un gracioso faldellin blasonado con el navio de la ciudad de Paris, que venia á reclamar el Delfin prometido á la mas hermosa. Apoyábala Júpiter, cuyo rayo se oia tronar en el vestuario, y ya la diosa iba á salir vencedora, es decir, sin rodeos, á casarse con el señor Delfin, cuando llegó á tenérselas tiesas con Vénus una niña vestida de damasco blanco, que llevaba en la mano una Margarita (diáfana personificacion de la princesa de Flándes), golpe teatral y peripecia. Despues de una larga controversia, Vénus, Margarita y el apuntador quedaron de acuerdo en remitir la cuestion al buen juicio de la Sta. Virgen Maria. Habia ademas en el drama un papel muy principal, cual era el de D. Pedro, rey de Mesopotania; pero en medio de tantas interrupciones no era fácil conocer para que servia. Todo aquello habia subido por la escala.

Pero no habia remedio; nadie sentia ni comprendia ninguna de aquellas bellezas. Desde que entró el Cardenal, no parecia sino que un hilo mágico é invisible atrajo de repente todas las miradas desde