que iban por su turno á rechinar los dientes en la ventana eran como otros tantos tizones arrojados en una hoguera; y de toda aquella muchedumbre efervescente se exhalaba, como el vapor de un horno, un rumor ágrio, agudo, acerado, silbador como las alas de un moscardon.
— ¡Ola, hé! ¡maldicion!
— ¡Mirad esta cara!
— ¡Esa no vale nada!
— ¡Otra! ¡Otra!
— Guillemette Maugerepuis, mira ese morro de toro que no le faltan mas que los cuernos. Pues no es tu marido.
— ¡Otro!
— ¡Vientre del papa! ¿qué diablos de gesto es ese?
— ¡Ola, hé! eso no vale. No se ensena mas que la cara.
— ¡Capaz es de eso esa arrastrada Perette Callebotte!
— ¡Noel! ¡Noel!
— ¡Que me sofocan!
— ¡Ay ese que no puede hacer pasar las orejas! etc., etc., etc.
Preciso será hacer justicia á nuestro amigo Juan. En medio de aquella especie de sábado, distinguíasele aun en lo alto de su pilar como un grumete en la gavia. Revolvíase con increible furia; su boca estaba abierta hasta las orejas, y de ella salia un grito que no se oia, y no porque le cubriera el clamor general, por mas intenso que este fuera, sino porque sin duda llegaba al limite de los sonidos agudos perceptibles, las doce mil vibraciones de Sauveur á las ocho mil de Biot.
Por lo que hace á Gringoire, pasado el primer instante de abatimiento, armóse de valor y desafió á la adversidad.—Proseguir dijo por tercera vez á sus histriones máquinas parlantes; y luego, paseándose á grandes pasos por delante de la mesa de mármol, veníanle vivos deseos de asomarse tambien á la ventanilla, aun cuando no fuera mas que por tener el gusto de hacer un mohin á aquel pueblo ingrato.—Pero no; eso no seria digno de nos; ¡nada de venganza! ¡luchemos hqsta el fin! se decia; grande es sobre los hombres el poder de la poesia; ellos se me vendrán á la mano. Veremos quien se lleva la palma, las muecas ó las bellas letras.
¡Pero ay! é1 era el único espectador de su drama. Peor iba ahora el negocio que ántes; ya no veia mas que espaldas.
Miento; el gordo sufrido á quien ya habia consultado en un momento de crisis, continuaba vuelto de cara hácia el teatro: en cuanto á Gisquette y á Lienarda, largo rato hacia ya que habian desertado.
Muy al alma le llegó á Gringoire la fidelidad de su único espectador; acercóse á él y le dirigió la palabra sacudiéndole lijeramente el brazo, porque el buen hombre se habia apoyado á la baranda y echaba un sueñecillo.
— Caballero,—dijo Gringoire,—os doy las gracias.
— ¿De qué?—preguntó el gordo bostezando.
— Bien veo lo que os aburre,—repuso el poeta;— es toda esa bulla que no os deja oir bien. Pero no tengais cuidado; vuestro nombre pasará á la posteridad. ¿Como os llamais?
— René Chatean, guarda sellos del Chatelet de Paris, para servir á Dios.
— Caballero;—dijo el poeta,—sois en esta sala el único representante de las musas.
— Favor que vuesa merced me hace,—respondió el guardasellos del Chatelet.
— Sois el único,—prosiguió Gringoire,—que ha escuchado el drama como se debe. ¿Y que os ha parecido?
—¡He! ¡hé!—respondió el gordo magistrado, restregándose los ojos, bastante chusco en efecto.
Fuele preciso á Gringoire contentarse con este elogio, porque una furiosa tempestad de aplausos mezclada á una prodigiosa aclamacion, vino de repente á cortar su diálogo. Ya estaba elegido el papa de los locos.
—¡Noel! ¡Noel! ¡Noel!—gritaba el pueblo entusiasmado.
Maravillosa era en efecto la mueca que centelleaba á la sazon en la vidriera del roseton. Despues de todas las figuras pentágonas, exágonas y heteróclitas que se habian sucedido en el agujero sin relizar el grotesco ideal que se habian formado aquellas imaginaciones exaltadas por la orgia, nada menos era menester, para arrebatar los sufragios, que el sublime gesto que acababa de entusiasmar á la asamblea.— El mismo Coppenole aplaudió, y Clopin Trouilefou que habia concurrido (y sabe Dios á que punto de fealdad podia alcanzar su rostro), se declaró vencido.—Lo mismo haremos nosotros: no nos empeñaremos en dar al lector una idea de aquella nariz tetraedra, en aquella boca en forma de herradura, de aquel ojillo izquierdo obstruido por una ceja roja á manera de matorral, mientras que el ojo derecho desaparecia enteramente debajo de una enorme berruga, de aquellos dientes esparramados sin órden como las almenas de una fortaleza; de aquel labio calloso sobre el cual se adelantaba un diente como el colmillo de un elefante: de aquella barba retorcida y sobre todo de la fisonomia derramada sobre toda aquella mezcla de malicia, de asombro y de tristeza. Imaginese el lector, si puede, este conjunto.
Unánime fue la aclamacion; todos se precipitaron á la capilla de la cual sacaron en triunfo al bienaventurado papa de los locos. Pero entónces fue cuando la sorpresa y la admiracion llegaron á su punto: la mueca era su cara.
O por mejor decir, toda su persona era una mueca. Una enorme cabeza herizada de cerdas rojas, una joroba inmensa entre los hombros cuya superabundancia se echaba de ménos en la delantera del cuerpo; un sistema de muslos y de piernas tan singularmente disparatado, que no podian tocarse mas que por las rodillas, y que vistas de frente, parecian dos hoces reunidas por el puño; anchos pies y monstruosas manos; y en medio de aquella disformidad, cierto aire temible de fuerza, valor y agilidad, rara excepcion de la regla eterna que quiere que la fuerza, como la hermosura, resulte de la armonia: tal era el papa que acababan de elegir los locos.
Pudiera decirse que era un gigante hecho pedazos y torpemente soldado.
Cuando se presentó en el dintel de la capilla aquella especie de cíclope, inmóvil, rehecho y casi tan ancho como alto, cuadrado por la base, como dice un grande hombre: al ver su ropilla roja y violeta, recamada de campanillas de plata y sobre todo la perfeccion de su lealtad al punto le reconoció el populacho y exclamó en coro:
— ¡Es Quasimodo el campanero! ¡Quasimodo el jorobado de la catedral! ¡Quasimodo el tuerto! ¡Quasimodo el patizambo! ¡Noel, Noel!
Bien se ve que el pobre diablo tenia bastantes apodos en que escoger.
— ¡Cuidado con las embarazadas!—gritaban los estudiantes.
Las mujeres en efecto se tapaban la cara.
— ¡Jesus, que mico!—decia una.
— Tan pícaro como feo,–añadia otra.
— Es el diablo.
— Yo tengo la desgracia de vivir cerca de Nuestra Señora, y todas las noches le oigo rondar por las canales.
—Con los gatos.