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serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinion, los encontré en mucha mejor disposicion para serlo.

Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos trabajos que emprendí para conocer el sentido del oráculo.

Despues de estos grandes hombres de Estado me fuí á los poetas, tanto á los que hacen tragedias como á los poetas ditirámbicos[1] y otros, no dudando que con ellos se me cogeria in fraganti, como suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querian decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instruccion. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, inclusos los mismos autores, que supiese hablar ni dar razon de sus poemas. Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guia á los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí, que á título de poetas se creian los más sabios en todas materias, si bien nada entendian. Les dejé, pues, persuadido que era yo superior á ellos, por la misma razon que lo habia sido respecto á los hombres políticos.

En fin, fuí en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada entendia de su profesion, que los encontraria muy capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no podia engañarme. Sabian cosas que yo ignoraba, y en esto eran ellos más sabios que yo. Pero, atenienses, los más


  1. Se llamaban así los poetas que hacian himnos en honor de Baco.