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no será sólo para mí. En efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien. Me harán quizá condenar á muerte, ó á destierro, ó á la pérdida de mis bienes y de mis derechos de ciudadano; males espantosos á los ojos de Melito y de sus amigos; pero yo no soy de su dictámen. A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Anito hace en este momento, que es trabajar para hacer morir un inocente.

En este momento, atenienses, no es en manera alguna por amor á mi persona por lo que yo me defiendo, y sería un error el creerlo así; sino que es por amor á vosotros; porque condenarme sería ofender al Dios y desconocer el presente que os ha hecho. Muerto yo, atenien ses, no encontrareis fácilmente otro ciudadano que el Dios conceda à esta ciudad (la comparacion os parecerá quizá ridícula) como á un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos los dias, sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontreis otro hombre que llene esta mision como yo; y si quereis creerme, me salvareis la vida.

Pero quizá fastidiados y soñolientos desechareis mi consejo, y entregándoos á la pasion de Anito me condenareis muy à la ligera. ¿Qué resultará de esto? Que pasareis el resto de vuestra vida en un adormecimiento profundo, á ménos que el Dios no tenga compasion de vosotros, y os envie otro hombre que se parezca á mí.

Que ha sido Dios el que me ha encomendado esta mision para con vosotros es fácil inferirlo, por lo que os voy a decir. Hay un no sé qué de sobrehumano en el hecho de haber abandonado yo durante tantos años mis propios negocios por consagrarme á los vuestros, dirigién-