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en fin, para con estas leyes que han presidido como madres y nodrizas á su nacimiento, á su juventud y á su educacion. Existe un compromiso tácito entre el ciudadano y las leyes; éstas, protegiéndole, tienen derecho á su respeto. Nadie ignora este pacto; ninguno puede sustraerse á él; ninguno se libra, violándole, de los remordimientos de su conciencia, cualquiera que sea el rodeo que haya tomado para engañarse á sí mismo.

Tal es la inflexible doctrina, por la que Sócrates, destruyendo piedra por piedra el frágil edificio de la moral de Criton, que es la moral del pueblo, prefiere á su salud el cumplimiento rigoroso de su deber. ¿Podria ser de otra manera? ¡Qué contradiccion resultaria si el mismo hombre que ántes, en la plaza pública, á presencia de sus jueces, se habia regocijado de su muerte como del mayor bien que podia sucederle, hubiera renegado, fugándose, de ese valor y de esas sublimes esperanzas del dia de su proceso! Sócrates, el más sabio de los hombres, se convertiria en un cobarde y mal ciudadano. Criton mismo se vió reducido al silencio por la firme razon de su maestro, quien le despide con estas admirables palabras: «Sigamos el camino que Dios nos ha trazado. Dios es el deber mismo, porque es su orígen: realizar su deber es inspirarse en Dios.»