de armonía griega. Cuando un hombre de estas condiciones habla, me encanta, me llena de gozo y no hay nadie que no crea que estoy loco al oir sus discursos; tal es la avidez con que escucho sus palabras. Pero el que hace todo lo contrario me aflige cruelmente, y cuanto mejor parece explicarse, tanta mayor es mi aversion á los discursos. Aún no conozco á Sócrates por sus palabras, pero le conozco por sus acciones, y le he considerado muy digno de pronunciar los más bellos discursos y de hablar con entera franqueza; y si lo hace como decís, estoy dispuesto á conversar con él. Seré gustoso en que me examine, y no llevaré á mal que me instruya, porque sigo el dictámen de Solon: que es preciso aprender siempre, áun envejeciendo. Sólo añado á su máxima lo siguiente: que sólo debe aprenderse de los hombres de bien. Porque precisamente se me ha de conceder, que el que enseña debe ser un hombre de bien, para que no tenga yo repugnancia; y no se interprete mi disgusto por indocilidad. Por lo demás, que el maestro sea más jóven que yo, que carezca de reputacion y otras cosas semejantes, me importa muy poco. Así, pues, Sócrates, queda de tu cuenta examinarme, instruirme y preguntarme lo que yo sé. Estos son mis sentimientos para contigo desde el dia en que corrimos juntos un gran peligro, y en que diste pruebas de tu virtud, tales como el hombre más de bien podia haber dado. Dime, pues, lo que quieras, sin que mi edad te detenga en manera alguna.
Por lo menos no podemos quejarnos de que no esteis dispuestos a deliberar con nosotros y á resolver la cuestion.
A nosotros toca ahora hablar, Sócrates, y me expreso así, porque te cuento á tí como uno de nosotros mismos. Examina en mi lugar, y te conjuro á ello por amor á estos