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placer todas las veces que puedo conversar con él; porque nunca es un mal grande para nadie, que alguno le advierta las faltas que ha cometido y pueda cometer. Si un hombre quiere hacerse sabio, no tema este exámen, sino que por el contrario, segun la máxima de Solon, es preciso estar siempre aprendiendo; y no creas neciamente que la sabiduría nos viene con la edad. Por consiguiente no será para mí, ni nuevo, ni desagradable, que Sócrates me ponga en el banquillo de los acusados, y ya supuse desde luego, que estando él aquí, no serian nuestros hijos objeto de discusion, sino que lo seríamos nosotros mismos. Por mi parte me entrego á él voluntariamente; que dirija la conversacion á su gusto. Ahora indaga la opinion de Laques.

Mi opinion es sencilla, Nicias, ó por mejor decir, no lo es; porque no es siempre la misma. Unas veces me arrebatan estos discursos, y otras veces no los sufro. Cuando oigo á un hombre que habla de la virtud y de la ciencia, y que es un verdadero hombre, digno de sus propias convicciones, me encanta, es para mí un placer inexplicable ver que sus palabras y sus acciones están perfectamente de acuerdo, y se me figura que es el único músico que sostiene una armonía perfecta, no con una lira, ni con otros instrumentos, sino con el tono de su propia vida; porque todas sus acciones concuerdan con todas sus palabras, no segun el tono lidio, frigio, ó jónico, sino segun el tono dórico[1], único que merece el nombre


  1. Los griegos tenian cuatro clases de tonos: el lidio, lúgubre, propio para las lamentaciones; el frigio, vehemente y propio para excitar las pasiones; el jónico afeminado y disoluto; y el dórico, varonil, y por esto Sócrates prefiere éste á los demás. En el tercer libro de la República Platon condena absolutamente el lidio y el jónico.