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LA AJORCA DE ORO

sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que semejantes á blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.

La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos, y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos, se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces, inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.

Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron