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GUSTAVO A. BECQUER
con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas, arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:
—¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.