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GUSTAVO A. BECQUER

— ¡Toma! me contestó la vieja, en que ese no es el suyo.

—¿No es el suyo? ¿Pues que ha sido de él?

—Se cayó á pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

—¿Y el alma del organista?

—No ha vuelto á aparecer desde que colocaron el que ahora le sustituye.

Si á alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

I

—¿Véis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para dar la mano á esa otra señora, que después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio á la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura