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Gustavo A. Becquer.

— Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

— En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

— Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

— Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oir embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

— Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oirle, nos amanecía llorando.

— ¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris á la primera luz de la aurora!

— Después vino la alegre banda de jilgueros á llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

— Y una enamorada pareja colgó junto á nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

— Nosotras servíamos de abrigo á los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las tempestades de verano.