tridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren, es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez, de la carrera, algo de lo vertiginoso, que tiene todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno á sí mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude enterarme de lo que había á mi alrededor, empecé á pasar revista á mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo, pues con más ó menos disimulo todos comenzamos á mirarnos unos á otros de los pies á la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su amplia y elegante falda