de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de diez y seis á diez y siete años, la cual, á juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía pertenecer á una clase elevada. Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato, y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, ó advertirla de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven, pudieran hacer creer que era su madre; pero, á pesar de todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario, que fué el dato que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis-á-vis con el aya francesa, y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado á las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas y el bastón con su funda de baqueta; terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para