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Desde mi cleda.

Tudela es un pueblo grande con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes de fonda. Sentéme y almorcé: por fortuna, si el almuerzo no fué gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia á la navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las muías, me anunciaron que el coche de Tarazona iba á salir muy pronto. Acabé de prisa y corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían los gritos de ¡al coche!, ¡al coche!, unidos á las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias, mezcladas de interjecciones, del mayoral que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.

La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos de las esquinas ó agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince ó veinte desocupados del lugar, para quienes el espectáculo de una diligencia que entra ó sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos des-