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Gustavo A. Becquer.

arrapados y sucios abrían con gran oficiosidad las portezuelas pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues este era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba á conducirnos á Tarazona, comenzaban á ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi sitio al lado de dos mujeres, madre é hija, naturales de un pueblo cercano, y que venían de Zaragoza, adonde, según me dijeron, habían ido á cumplir no se qué voto á la Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que á los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, á quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto á ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo uno de esos pobres empleados de poco sueldo, á quienes á cada instante trasiega el ministerio de una provincia á otra. Ya estábamos todos, y cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos á estar un poco holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza