de un clérigo entrado en edad, pero guapote y de buen color, al que acompañaba una ama ó dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto á cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso á la vista que yo he encontrado de algún tiempo á esta parte.
Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentóse el ama, acomodóse el clérigo, y ya nos disponíamos á partir, cuando como llovido del cielo ó salido dé los profundos, héte aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referirlas cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se oyeron á su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se acomodase á su lado. Pero aquel era el elemento de nuestro hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todos hablaban á un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua ó el pájaro en el aire. A las cuchufletas res-