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Gustavo A. Becquer.

— Así fué en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula, ó, lo que yo más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún las vísperas, durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que, viendo que no concluía nunca con su endiablada monserga, un mozo la dijo que acabase, y levantando en alto el cuchillo, se dispuso á herirla. La vieja. entonces, tan humilde, tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada á la que se pisa y despliega sus anillos irguiéndose llena de cólera. — ¡Oh! no; ¡no quiero morir, no quiero morir! decía; ¡dejadme, ú os morderé las manos con que me sujetáis!... Pero aún no había pronunciado estas palabras, abalanzándose á sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos inyectados en sangre, y la hedionda boca entreabierta y llena de espuma, cuando la oí arrojar un alarido espantoso, llevarse por dos ó tres veces las manos al costado con grande precipitación, mirárselas y volvérselas á mirar maquinalmente, y por último, dando tres ó cuatro pasos vacilantes como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero. Uno de los mozos á quien la bruja hechizó una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la había herido de muerte en el momento en que sintió que le clavaba en el bra-