de menester para sí, de modo que, cuando el venerable sacerdote, cargado de años y de achaques, salía á dar una vueltecita por el porche de su humilde iglesia, era de ver cómo los chicuelos corrían desde lejos para venir á besarle la mano, los hombres se descubrían respetuosamente, y las mujeres llegaban á pedirle su bendición, considerándose dichosa la que podía alcanzar como reliquia y amuleto contra los maleficios un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y satisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil; mas como no hay felicidad completa en el mundo, y el diablo anda de continuo buscando ocasión de hacer mal á sus enemigos, éste sin duda dispuso que por muerte de una hermana menor, viuda y pobre, viniese á parar á casa del caritativo cura una sobrina que él recibió con los brazos abiertos, y á la cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial deparado por la bondad divina para consuelo de su vejez.
Dorotea, que así se llamaba la heroína de esta verídica historia, contaba escasamente diez y ocho abriles; parecía educada en un santo temor de Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en el hablar y humilde en presencia de extraños, como todas las sobrinas de los curas que yo he conocido hasta ahora; pero tanto como la que más, ó más que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos negros y traidores, y amiga de emperegilarse