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Gustavo A. Becquer.

— ¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa, y poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto á doña Elvira:

— ¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced á las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla á cortejarle su mujer, en su misma tumba, á un vencedor de Cerinola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.

— No... prosiguió dirigiéndose siempre á la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez... no creas que te tengo rencor alguno porque veo en tí un rival... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longaminidad y mansedumbre, y á mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor á fuer de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... ¡toma!

Y esto diciendo llevóse la copa á los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto á la cara, prorumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.