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Gustavo A. Becquer.

las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

— Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido, se apresuró á añadir el joven. De un modo ó de otro, presiento que no tardaré en perderte... al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo á dar gracias á Dios por haberte devuelto la salud que viniste á buscar á esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló á la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

— No sé en el tuyo, contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir á Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza: