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Gustavo A. Becquer.

de gozo que traen en su atmósfera las grandes fiestas populares. Con dificultad, se encontrará uno que consiga mantenerse indiferente al helado contacto de la atmósfera del dolor, si ésta viene á buscarnos hasta el fondo de nuestro hogar, en la fatigosa y lenta vibración de la campana que parece una voz que llora y nos relata sus cuitas al oído.

Yo no puedo oir sonar las campanas aunque repiquen volteando alegres como anuncio de una fiesta, sin que se apodere de mi alma un sentimiento de tristeza inexplicable é involuntario: por fortuna ó por desgracia en las grandes capitales, el confuso murmullo de la muchedumbre que se agita en todos sentidos, presa del ruidoso vértigo de la actividad, ahoga de ordinario su clamor hasta el punto de hacer creer que no existen. A mí al menos me parece que la noche de difuntos, única del año en que las oigo, las torres de las iglesias de Madrid recobran la voz merced á un prodigio, rompiendo solo durante algunas horas su largo silencio. Bien sea que la imaginación predispuesta á los pensamientos melancólicos ayude á prestarle apariencias, bien que la novedad de los sonidos me hiera más profundamente, siempre que percibo en las ráfagas del viento las notas sueltas de esa armonía, se opera en mis sentidos un extraño fenómeno. Creo reconocer una por una las diferentes voces de las campanas; creo que cada cuál de ellas tiene