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Gustavo A. Becquer.

Las palabras de aquel necio me sublevaron, y me sublevaron sobre todo, porque encontraron eco en los que las oían. No obstante, me contuve. ¿Qué derecho tenía yo para salir á la defensa de aquella mujer?

No había pasado un cuarto de hora cuando se me ofreció la ocasión de contradecir al que la había injuriado. No sé á propósito de qué le contradije; lo que te puedo asegurar es que lo hice con tanta aspereza, por no decir grosería, que de contestación en contestación sobrevino un lance. Era lo que yo deseaba.

Mis amigos, conociendo mi carácter, se admiraban, no solo de que hubiese buscado un desafío por una causa tan fútil, sino de mi empeño en no dar ni admitir explicaciones de ningún genero.

Me batí, no sé decirte si con fortuna ó sin ella, pues aunque al hacer fuego ví vacilar un instante á mi contrario y caer redondo á tierra, un instante después sentí que me zumbaban los oídos y que se oscurecían mis ojos. También estaba herido, y herido de gravedad en el pecho.

Me llevaron á mi pobre habitación presa de una espantosa fiebre... Allí... No sé los días que permanecí, llamando á voces no sé á quién... á ella sin duda. Hubiera tenido valor para sufrir en silencio toda la vida, á trueque de obtener al borde del se-