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Gustavo A. Becquer.

populares, y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reir éstos, bailar aquéllos, y todos agitarse rebosando juventud, animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos lejos ya del grupo de las mozuelas, que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices, todas las personas que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años, sentado a la puerta de su venta, liando impasible su cigarrillo de papel, sin más variación que tener blanca como la nieve la cabeza, que era gris.

Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con estas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome:

— ¿En qué piensas?

— Pensaba -le contesté, en la Venta de los Gatos y revolvía aquí, dentro de la imaginación, todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos, proseguí, dirigiéndome a mi