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Gustavo A. Becquer.

Ya en la vega, lo primero que despertó nuestra curiosidad fueron varios trozos de fábrica ó fregones de argamasa y ladrillo, los cuales parecían pertenecer á una época remota. Efectivamente; son fragmentos de construcciones romanas que, diseminadas acá y allá y medio ocultas entre las altas hierbas, señalan aún al viajero los lugares por donde en tiempo de los Césares se extendió la gran ciudad que hoy ha tornado á subirse sobre las siete colinas que le sirvieron de cuna. Como á la distancia de unas cien varas de estos vestigios de la antigua población, nuestros ojos se fijaron en unas nuevas ruinas. Los informes restos del circo de los gladiadores parecían brotar de entre los zarzales que crecen en su arena, como esos gigantescos trozos de roca, que heridos por el rayo, se desprenden de las alturas y ruedan al fondo de los valles.

Apresuramos nuestra marcha hasta penetrar en el perímetro del anfiteatro, el cual dibuja su planta circular por medio de una destrozada gradería de argamasa, que aparece y se esconde alternativamente, siguiendo las ondulaciones del terreno en que se halla como hundida.

Inútil fuera el querer hoy dar formas á los mil y mil pensamientos que asaltaron nuestra mente al contemplar los mudos despojos de esa civilización titánica que, después de haber sometido al mundo,